24 Abr 2024 - Edición Nº2556
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EL TECLADO | Derechos Humanos  Lunes 19 de Noviembre del 2018 - 03:51 hs.                1966
  Derechos Humanos   19.11.2018 - 03:51   
[DERECHOS HUMANOS] CCD BRIGADA DE SAN JUSTO
Tres testimonios conmovedores sobre la desaparición, el dolor y la lucha
Roberto Lobo, el horror dentro del campo de concentración, la tortura y la muerte. Griselda Aibar, la búsqueda de su hermano y la reconstrucción de la historia. Paula Logares, la desaparición, la apropiación y el regreso con su familia. Distintas formas del dolor provocado por el mismo genocidio.
Tres testimonios conmovedores sobre la desaparición, el dolor y la lucha

El miércoles se desarrolló en La Plata una nueva audiencia en el juicio oral por los crímenes cometidos en la Brigada de Investigaciones de San Justo, en la que dieron testimonio un sobreviviente, una hermana y una hija y nieta restituída. En el proceso se juzgan 19 genocidas por los crímenes cometidos contra 84 víctimas.

 

[ROBERTO LOBO: “YO PRETENDO QUE LA BRIGADA DE SAN JUSTO DEJE DE FUNCIONAR COMO TAL Y SEA DECLARADO UN SITIO DE HISTORICO”]

 

Roberto Tiburcio Lobo tenía 26 años y era militante del PRT-ERP. La madrugada del 10 de abril de 1976 fue secuestrado junto a su esposa Ethel María Corti, por efectivos de la policía de la Brigada de San Justo que irrumpieron con 4 o 5 Ford Falcon. Su hijo Gustavo de cuatro años quedó con su cuñada.

 

“Había un personaje que nunca se me borró de la mente. Estaba vestido con camisa azul y jean. Era rubio, de ojos claros, de estatura mediana, tenía bigotes, unos 25 años. Él me pone una venda y empieza a darme golpes. Me meten en el baúl de un auto, donde había otra persona”, relató en el arranque de su testimonio que fue desgarrador. Años más tarde, ya durante su exilio en Milán, Italia, pudo saber quien era esa persona. Se trata de una abogada de San Justo, Elsa de Jesús. Ella, también exiliada en Europa, lo buscó hasta encontrarlo. “Yo te recuerdo porque vos me agarrabas la mano en el auto y me decías que todo iba a estar bien”, recordó que la mujer le dijo en un almuerzo italiano.

 

Roberto, que conocía la zona, trato de reconocer y memorizar el recorrido que hacían sus captores. Llegaron hasta el Destacamento Güemes, más conocido como “Puente 12”. “Tanteo las paredes y eran rugosas, con salpicré. Había subidas y bajadas, reconozco el lugar”, describió así la seccional en la que permaneció dos días sufriendo torturas permanentes. Luego fue trasladado a la Brigada de Investigaciones de San Justo

 

En la Brigada permaneció por 45 días aproximadamente, en donde presenció y sufrió en carne propia los peores vejámenes. “Me pedían nombres de compañeros. Me hicieron el submarino seco (poner una bolsa de plástico en la cabeza para provocar asfixia) y en seguida el Submarino. Me metían la cabeza en un balde de excremento mientras me seguían interrogando”, dijo Lobo y agregó que una vez le ataron las manos a una silla y le introdujeron alfileres debajo de las uñas. “Fue la peor tortura. La picana eléctrica no era nada en comparación con eso”. Con las manos ensangrentadas y gritando de dolor, escuchó a un jefe que dio una orden: “Basta, terminen que este es un gil que no sabe nada”, y entonces el tormento cesó, por un rato.

 

Lo metieron en una celda, y más tarde allí se reencontró con su esposa Ethel. Estaba muy golpeada. Desde ese pequeño y sucio lugar escuchaba a un hombre en el calabozo de al lado que gritaba “Soy Raúl. Soy delegado de la Mercedes Benz”.

 

[Roberto Tiburcio Lobo, sobreviviente de la Brigada de San Justo. Foto: El Teclado]

 

Con gran dolor y esfuerzo, relató lo que le tocó mirar, como otra forma de tortura. Fue el tormento y brutal asesinato de una detenida que se llamaba Alejandra, también militaba en el ERP, y que estaba con su pequeña beba de 4 o 5 meses. Ambas eran torturadas con picana eléctrica. “No se quién era. Me sacaban la venda y me hacían mirar. Picaneaban a la beba para que Alejandra cante”, contó con dificultad y la garganta cerrada. Luego describió su asesinato: “La beba ya estaba muerta. A Alejandra la pusieron desnuda en un cubo de vidrio, metieron una laucha y la prendieron fuego”, relató y lloró amargamente. “Los sádicos lo hacían a propósito. Me sacaron la venda para que yo vea la tortura que le hacían. Se vengaron de esa manera”.

 

Entre los apodos de torturadores que recordó mencionó a dos de la Brigada de San Justo. A uno que le decían “Mesa”, y a un hombre gordo que estaba en las sesiones que le decían el “Chancho”. Y en Puente 12 ubicó a uno a quien le decía “Julián”. También recordó que ya estando en la cárcel de Sierra Chica se encontró con el comisario de San Justo, ahora como jefe en la unidad penitenciaria.

 

Su tormento no terminó con su liberación. Unos 10 años después, cuando ya había regresado de su exilio en Italia, se encontró en un bar de Ramos Mejía a uno de sus secuestradores. “Me paré delante de él, quería gritar “¡acá tenemos a un asesino, a un torturador!” pero no me dio tiempo. El tipo se paró y se fue”. Era uno de los que integraba la patota que lo secuestró y luego torturó en la Brigada de San Justo.

 

En otro pasaje relató el secuestro de su hermano Guillermo Lobo y de un amigo uruguayo, Liber Trinidad, tres días después de él. A Liber lo conocieron trabajando en la fábrica La Oxígena en 1971. Guillermo estaba viviendo en Tucumán pero al enterarse de su desaparición, viajó a Buenos Aires y se alojó en casa del uruguayo, de donde se los llevaron. Posiblemente también estuvieron en la Brigada de San Justo. Ambos permanecen desaparecidos.

 

La madre de los hermanos Lobo se volvió a Tucumán con Gustavo, el hijo de Roberto, y ya afincada allí recibió la visita del mismísimo Gral Antonio Bussi, quien le advirtió que cuide al niño, que no se lo entregue a su padre porque le “pertenecía al Ejército”, además de hacerla ir cada 15 días al cuartel a reportarse. Roberto no volvió a ver a su hijo hasta muchos años después cuando regresó de su exilio.

 

Roberto y Esther fueron puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional en mayo de 1976. Un día los subieron en un colectivo vacío de la Línea 113 y los llevaron a él a la cárcel de Mercedes y a Corti a Olmos. A su esposa luego la trasladaron a Devoto y de allí salió al exilio. Roberto fue trasladado a la unidad de Sierra Chica. Le dijeron que lo iban a someter a un Consejo de Guerra. Le adjudicaban haber participado en la toma del cuartel de Monte Chingolo y del regimiento de Catamarca, en los que Roberto no participó. Finalmente el Consejo de Guerra no sucedió y luego de dos años, el 27 de julio de 1978, le dieron la opción de salir del país y se fue a Italia.

 

[La audiencia escucha el doloroso relato de Roberto Lobo. Foto: El Teclado]

 

“Espero que esto de hoy sirva. Porque decir hoy a 42 años que lo que sucedió en 1976, lo que sucedió en la Patagonia Rebelde, con la masacre de los compañeros de Trelew, con Maldonado hace poco, ¿vamos a emplear la palabra justicia?. Yo no puedo usar la palabra justicia. Éramos muy jóvenes e idealistas y nos hemos equivocado, pero nunca me he arrepentido de ser parte del ERP”, reflexionó Lobo.

 

“Yo pretendo algo que para mí y para el conjunto es muy importante. Que la Brigada de San Justo deje de funcionar como tal y que sea declarado un sitio de histórico”, reclamó, como todos los sobrevivientes, al Tribunal.

 

[GRISELDA AIBAR: “LA DESAPARICIÓN DE MI HERMANO FUE VIVIR Y CRECER CON UN DOLOR QUE NO TIENE MEDIDA Y NO TIENE FIN”]

 

Alejandro Aibar era estudiante secundario del Colegio Nacional “Manuel Belgrano” de Merlo y formaba parte de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) de la zona Oeste, aunque esto era desconocido por su familia. Pero además, un laburante que trabajaba desde los 14 años de cadete para la empresa Bonafide. Y fundamentalmente era actor y titiritero. “Era un militante del amor y la solidaridad”, lo describió su hermana Griselda Aibar, ni bien comenzó su testimonio.

 

Griselda tenía siete años pero recuerda con claridad esa madrugada del 20 de septiembre de 1977 cuando su casa se llenó de militares y civiles con armas largas que buscaban a alguien de apellido Fernández. A esa niña que fue, uno de los de la patota la tomó del cuello y la tiró sobre la cama para que no se mueva. Cuando encontraron a Alejandro preguntaron: ¿Cuántos años tiene?. Tenía 18 y le decían “Indio”. “A éste nos lo llevamos”, dijeron, y lo secuestraron.

 

Su padre, Hugo Juan Aibar, inmediatamente fue a recorrer las comisarías de la zona pero no estaba en ningún lado. Su madre Sergia Paolini fue a su escuela, a su trabajo, a los hospitales, al Ministerio del Interior, sin obtener información. En ese derrotero se fueron cruzando con otros familiares que estaban pasando por lo mismo. Así llegó hasta las Madres de Plaza de Mayo. Juntos iban cada jueves a las rondas en derredor de la pirámide.

 

[Griselda muestra al público la foto y el sombrero de payaso de su hermano Alejandro. Foto: El Teclado]

 

“El se vestía de payaso. Éste es su sombrero. Ser titiritero y llevar sonrisas a los niños del barrio era subversivo, porque la risa estaba prohibida en esa época”, reflexionó Griselda. Sin embargo, más allá de recordar con amor y admiración a su hermano, relató lo difícil de convivir con “la presencia de la ausencia”. “Mi infancia transcurrió en una infinita soledad. Él nos cuidaba a mi hermano mellizo y a mí. Cuando se lo llevan no hubo quien reemplazara esa figura. Alejandro era nuestro ángel guardián”.

 

Ya en democracia, Griselda se metió de lleno con la búsqueda. Sus padres se unieron a otros familiares y formaron la Comisión de familiares de detenidos-desaparecidos de Merlo. En ese partido hay 141 casos. Sin embargo la familia ya sentía duramente los efectos de la desaparición. Su madre cayó en una profunda depresión, y más tarde su padre se enfermó de cáncer y murió. “La desaparición de mi hermano fue vivir y crecer con un dolor que no tiene medida y no tiene fin. Es sentir que su ausencia está presente, que él vive a través de nosotros. Fue una condena que lo llevó al final a él pero también una marca irreparable para toda la familia”.

 

Transcurridos 20 años, en octubre de 1997, Griselda y su mamá tramitaban un certificado de “Ausente por desaparición forzada” cuando se encontraron con una mujer. Al verse, se abrazaron y rompieron en llanto: era la madre de Gladys Morales, una amiga muy cercana. En ese momento se enteraron que unos días antes del secuestro de Alejandro habían ocurrido otros. El 16 de septiembre una patota irrumpió en la casa de Ricardo Enrique Rodríguez. Al no encontrarlo asesinaron a sus padres. Continuaron la cacería y al día siguiente fueron a la casa de Gladys. Allí tampoco estaba, pero se llevaron a la joven. Enrique y Gladys eran novios, y los tres, con Alejandro, eran titiriteros. Entonces, la madre de la adolescente le avisa a Alejandro de esta situación y le aconseja que se vaya para que no lo encuentren. “Yo no tengo nada que esconder, y si me van a buscar a mi casa y yo no estoy van a matar a mi familia”, le respondió Alejandro. “Una vez más, él fue nuestro ángel guardián”, dijo acongojada la testigo.

 


[Griselda Aibar, frente al tribunal "Pido justicia por Alejandro, por sus compañeros de la UES y por los 30 mil". Foto: El Teclado]

 

Pasaron otros 20 años para que Griselda supiera pertenecía a la UES. “Hace precisamente un año y dos meses atrás se comunican conmigo de HIJOS La Matanza, por el tema de este juicio, y me ahí entero que tenía militancia política porque una sobreviviente, Adriana Martín, estuvo secuestrada con él, y por una carta que una amiga, Liliana Chamorro, escribió y se leyó en un homenaje en su nombre”, contó. Alejandro, Gladys, Enrique y Adriana militaban en la UES. Ellos, junto a otros estudiantes secundarios, fueron secuestrados ese septiembre de 1977 y salvo Adriana, que fue liberada, todos permanecen desaparecidos.

 

Contó que su madre tuvo una vida muy dura y que todo lo vivido tras la desaparición de su hermano le fue calando profundo. “Su salud está muy delicada física, mental y espiritualmente. La desaparición de un hijo es una condena”, se lamentó la joven. “Este pañuelo que porto es la forma de que ella esté presente, de su lucha de tantos años”.

 

A Griselda le llevó una vida desentrañar los por qué de lo que le ocurrió a su familia y terminar de conocer a su hermano. “40 años después puedo rearmar este rompecabezas que es tan necesario como el oxígeno. Hoy sé que mi hermano, además de su militancia del amor y la solidaridad, peleaba para que todos pudieran estudiar. Que hizo lo que pudo para ocuparse del otro. Aquí estoy, tratando de escribir mi historia”, dijo.

 

Finalmente, cerró su testimonio, al borde de las lágrimas, diciendo: “Pido justicia. Por la miseria humana que llevó a mi hermano al final de sus días, por su secuestro y sus torturas, que dejaron en blanco un montón de hojas en su carpeta de estudiante y también de su vida. Justicia por mis padres, y por la niña que fui, que tuvo que cambiar la plaza de las hamacas por la Plaza de Mayo, y las rondas, por las rondas alrededor de la Pirámide. Pido justicia por la adolescente que fui que tuvo que reparar lo irreparable y que cuando tuvo 18 años tuvo pánico de que le pasara lo mismo. Pido justicia por Alejandro, por sus compañeros de la UES y por los 30 mil. Pido justicia por y para mi país. Memoria, Verdad, Justicia. Cárcel común para todos los genocidas”

 

[PAULA LOGARES: “CUANDO ME PREGUNTAN MI NOMBRE, YO HOY PUEDO DECIR QUIEN SOY”]
 

Hace unas audiencias atrás, quien se sentó frente a los jueces fue la presidenta de la “Fundación Anahí”, Elsa Pavón. Ese día y por una hora, pausada pero con precisión, contó sobre el secuestro y desaparición de su hija Mónica Grinspon, de su yerno Claudio Logares y de su nieta Paula Eva, que tenía 23 meses. La familia fue interceptada en Montevideo, donde estaban viviendo, un día feriado en Uruguay cuando llevaban a la niña al concurrido Parque Rodó. Era el 18 de mayo de 1978. La abuela relató sus años de búsqueda, por un lado de Mónica y Claudio; y por el otro, de su nieta, a quien pudo recuperar seis años después gracias a su tesón y el de las Abuelas de Plaza de Mayo.

 

Este miércoles fue el turno de Paula Eva Logares Grinspon. Tiene 42 años, nació el 10 de junio de 1976 y lo primero que le dijo al tribunal fue “Cuando me preguntan mi nombre, yo hoy puedo decir quien soy”.

 

[Paula Logares: "Hoy puedo decir quien soy". Foto: El Teclado]

 

Paula fue apropiada por el Subcomisario de la Brigada de San Justo Rubén Luis Lavallén, junto con su esposa Raquel Teresa Mendiondo, que la anotaron como propia con una partida de nacimiento falsa firmada por el policía médico de la Brigada, Jorge Vidal (imputado en este juicio), como si la niña hubiera nacido en octubre de 1978, robándole, además de su familia, dos años de su vida. Vidal fue, durante su infancia, su médico y de sus apropiadores.

 

Cómo declaró Elsa Pavón, ella pudo determinar que la familia fue trasladada el mismo día del secuestro de Montevideo a la Brigada de San Justo y si bien Paula tenía casi dos años, aún posee recuerdos del lugar: el garage, la entrada del patio de cemento con algo de aire, una especie de oficina cerca. Pero además, una remembranza o una impresión del momento en que la arrebataron de su madre. “Tengo la idea de separación de los brazos de mi madre. No tengo la imagen pero si la idea de los brazos separándose, queriendo agarrarnos entre nosotras”, describe mientras hace con sus brazos y manos, varias veces, el gesto, “es un recuerdo que tuve que buscar, no lo tuve todo el tiempo conmigo. Es una especie de sensación, porque en ese momento las dos estábamos encapuchadas. Sé que estuve ahí”, relató Paula.

 

Más adelante, sobre su vida con los apropiadores, narró que durante mucho tiempo no pudo dormir con la luz apagada. Pero además, subrayó muchas veces durante su relato que ella no estaba a gusto con quienes la tenían, que lo sabía, lo sentía, pero nunca supo como pedir ayuda. Tal vez su forma de expresarlo fueron varios intentos de escape, quizá como juegos, pero que hoy resignifica como manifestación de ese malestar. “No pasé buenos momentos, recuerdo momentos oscuros o llantos, cosas muy fuertes. No estaba cómoda allí con ellos, Me quise escapar varias veces, una de un ascensor, otra por la puerta trasera que daba a un patio de uno de los edificios en los que vivimos”.

 

“Yo no hubiese elegido estar con ellos (por los apropiadores) en ningún momento. No hubiera nunca elegido separarme de mis padres. Ellos nunca hubiesen elegido separase de mi”, reflexiona Paula y de alguna manera siente que la imposibilidad de que le cambiaran el nombre fue una especie de resistencia o sublevación. “Mis padres me nombraron Paula Eva. Ellos (los apropiadores) me pusieron Paula Luisa Lavallén. Luisa era el nombre de la madre de él. Paula Soy Yo. Parece que quisieron cambiarme el nombre, pero yo tenía 23 meses y no respondía a otro”, orgullosa de sostener el deseo de sus padres, en ese momento de su niñez, al menos con su nombre.

 

La partida de nacimiento la firmó Jorge Vidal de manera apócrifa y la fecha de cumpleaños era 29 de octubre de 1978. Esto no fue sólo una cuestión administrativa o de papeles, sino que tuvo consecuencias directas sobre la niña. “Fui anotada como más chica y en lo físico respondía así. Cuando volví a vivir con mi abuela en poco tiempo crezco mucho en altura y desarrollo. Luego se pudo constatar que es como “estrés de guerra” que viven los chicos cuando pasan por situaciones traumáticas”. Elsa contó que la primera vez que la vio estaba con un pintor de jardín de infantes, cuando en realidad ya tenía que estar en la escuela primaria y que eso le llamó poderosamente la atención.

 

Rubén Lavallén falleció poco después de la reapertura de las causas, por ello no fue juzgado a pesar de haber sido uno de los represores emblemáticos en la Brigada. Paula quiso dejar en claro que “me interesa que figure su nombre, porque tuvo responsabilidad personal y también como un funcionario. El sí sabía de mi origen, sabía de mis padres. No sólo es una responsabilidad de él, sino que pudo hacer lo que hizo porque también es una responsabilidad de la policía y del Estado” y agregó que “el Estado tiene acceso a la información, que estos actos fueron plenamente organizados y estos listados e informaciones son cosas que están y tenemos derecho a ellas”.

 

“Mis padres son víctimas por haber perdido no sólo su libertad sino también su patria potestad sobre mi. Y yo soy víctima por perder mi libertad y mi identidad y el derecho a estar con mis padres. Ellos hasta hoy continúan desaparecidos, es una figura que se mantiene, que se perpetúa” y remarcó que para la figura de la desaparición la única manera de revertirla es saber que pasó con ellos y dónde están sus cuerpos.

 

“Quizá ustedes están escuchando más de lo que les gustaría escuchar, pero es que vivimos más de los que nos hubiese gustado vivir”, interpeló Paula a los jueces. Y agregó que “está bueno esto de ver hasta dónde nos permitimos socialmente, que reconocemos y qué no, y hasta dónde se permiten y se toleran este tipo de cosas”.

 

[El abrazo de Paula y su abuela Elsa Pavón, al término de su testimonio. Foto: El Teclado]

 

El tono de voz cambió cuando dejó de hablar de sus días con los apropiadores, para pasar a contar cómo fue regresar a su familia, a su origen. “Fue volver a la casa de Banfield que yo la conocía de chiquita. Allí no me sentía ajena ni extraña. Estaba bien, tranquila. En ningún momento quise irme, no tuve episodios de crisis”, y describió su vínculo con su abuela y el empezar a (re)conocer a sus tíos y mis primos. “En  ningún momento quise volver ni visitar a Lavallén y a su esposa, nunca quise volver a verlos, nunca los extrañé”.

 

En una oportunidad el juez autorizó una entrevista con los apropiadores por pedido de ellos, a pesar de que Paula no lo deseaba y la psicóloga que la trataba evaluó que no era positivo. En ese único encuentro post restitución a su familia, estuvieron presentes su abuela Elsa y un tío, además del juez y los Lavallén. “A ella le pregunté por qué me había mentido durante tanto tiempo y sólo se puso a llorar. A él le pregunté qué había hecho con mis padres y titubeando me dijo “tus padres somos nosotros”. Esa fue la primer y única visita que se hizo”.

 

Ante la atenta mirada de Elsa, que estaba sentada detrás, cuidándole la espalda como ha hecho en sus 42 años de vida, Paula cerró su testimonio con un resumen de su historia: “Con mi abuela tenemos una relación muy especial. Ella me dio todo lo que pudo, es un vínculo cercano y fuerte, siempre sabiendo que en el medio estaba mi madre, como presencia o como ausencia. No fue mi madre, pero tampoco pudo ser una abuela plena. Para mi lo ideal es que nunca me hubieran separado de mis padres. Pero eso pasó. Agradezco haber vuelto a vivir con mi abuela y recuperado mi identidad”.

 

El debate está a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°1 de La Plata, integrado por los jueces Nelson Jarazo, Pablo Vega y Alejandro Esmoris y se desarrolla todos los miércoles desde las 10 en la sala del primer piso del edificio ubicado en las calles 8 y 50 de La Plata. Las audiencias son públicas y se puede ingresar a escucharlas simplemente presentando documento de identidad. [El Teclado]