En agosto de 2018 volvíamos a nuestras casas con un sabor agridulce: habíamos ganado en las calles y el aborto se había legalizado socialmente, pero, como contraparte, en el recinto, las presiones de la iglesia y los sectores conservadores habían hecho mella en la voluntad de los legisladores y el senado había rechazo la ley de interrupción voluntaria del embarazo.
De ahí en adelante, todo: más marchas, más plazas, más relatos de madres y abuelas que abortaron hace décadas y resquebrajaron el silencio para contar su verdad, más pañuelos anudados en mochilas y corazones, más glitter y más abrazos con amigas. Pero también más infamia celeste, más mujeres muertas en abortos inseguros, más niñas torturadas, violentadas y obligadas a parir.
Así fue que llegamos a este diciembre pandémico y calurosísimo tras un largo recorrido y repitiendo una verdad irrefutable: si el aborto no se legalizaba, seguía siendo clandestino. Y esta vez, 38 senadores comprendieron lo mismo que la calle proclamó: la interrupción voluntaria del embarazo no se trata de convicciones religiosas, preceptos morales o lecturas personales. La interrupción voluntaria del embarazo es –siempre fue- un asunto de salud pública que demandaba una respuesta integral y urgente. Una respuesta que hoy es un hecho.
El ruido de rotas cadenas suena por todas partes: rompimos la idea de la mujer incubadora, de la mujer infantilizada, de la mujer tutelada. De la maternidad como destino único e irrenunciable. Cadenas que se rompen, ataduras que dejamos atrás para rugir este grito ensordecedor: libertad, libertad, libertad.
Libertad para planificar nuestro destino y nuestro proyecto de vida. Libertad para decidir. Libertad: una libertad que es propia, pero es de todas, es en conjunto, es colectiva.
Leer esta discusión en clave individual fue una de las grandes falencias de los pañuelos celeste: “Yo no abortaría”; “Yo lo daría en adopción”. Incomprensión total. No se puede abordar una demanda colectiva desde una óptica individual. No se trata de lo que vos que estás leyendo esto o de lo que yo, que escribo, haría ante un embarazo no deseado. Se trata de que todas –sea cual sea nuestro origen, nuestra edad, nuestra clase social o nuestro recorrido- tengamos la posibilidad de elegir. Se trata de que una mujer no esté condenada a morir con una aguja de tejer porque no puede pagar el precio de la clandestinidad.
Hace unas horas mi mamá dijo algo que refleja ese espíritu colectivo que les digo: “Por mi edad no voy a necesitar abortar, pero sí mis hijas, mis nietas, mi vecina o cualquier mujer de mi país”. Es eso. Se trata de lo que nos ocurre a todas las mujeres, en plural, en conjunto. Es aquello de “que otras tengan lo que no tuve para mí”. Sororidad en estado puro.
Hay mucho que decir, pero la emoción aún desborda. La música me ayuda cuando me quedo sin palabras: citar obligadamente a Charly es sinónimo de decir que estoy verde –y lo estaré por muchos días más-, que los dinosaurios comienzan a ser un mal recuerdo y que no queremos vivir según dicten otros-as. Es eso: “Yo no quiero vivir como digan”. Nada más. Ni nada menos.
Hoy podemos vivir mejor, con mayor dignidad y más justicia: podemos vivir según dicte nuestro deseo y no según especulen e impongan los demás.
Aquella lluvia que nos envolvió en agosto de 2018 fue un presagio de esta lluvia, de este temporal de aire fresco, de la bravura que somos cuando estamos juntas.
Cuánto aprendimos en estos años, ¿no? Gracias a todas las que me enseñaron y me guiaron en este camino. Gracias a las que hablaron de esto cuando el aborto era mala palabra. Gracias a las que acompañaron a otras en el sórdido camino de la clandestinidad y estuvieron ahí cuando el Estado se lavaba las manos. A las socorristas, a las pioneras y a la Campaña, por la permanencia en las calles y la generosidad de abrazarnos con su lucha. Gracias al feminismo, por abrirnos los ojos y hacernos libres.
Gracias a las que luchan. Porque luchar sirve.
Al final, Pino tenía razón: fue ley, contra viento y marea.
¡Bravo, chicas!