Felipe Pigna: ¿Qué pasó el 25 de mayo de 1810?
Viernes 25 de mayo. Todo parece indicar que contradiciendo a la famosa canción que hablaba del sol del 25 que venía asomando, aquel día de mayo de 1810 amaneció lluvioso y frío, aunque claro, la “sensación térmica” de la gente era otra. Grupos de vecinos y milicianos encabezados por Domingo French y Antonio Beruti se fueron juntando frente al Cabildo a la espera de definiciones. Y para terminar definitivamente con la duda metódica, sí, había algunos paraguas, no muchos porque aquellos artefactos conocidos en Europa por lo menos desde el siglo XVIII, eran bastante caros en Buenos Aires; así que los que podían se cubrían con capotes y los que no, como siempre, se arreglaban como podían.
Cuando los hombres de la Legión Infernal se percataron de que agentes de Cisneros se estaban infiltrando en la muchedumbre, French y Beruti pidieron a su gente que llevaran en los pechos distintivos. Cuenta un testigo anónimo: “En dicho día se vio que en lugar de las cintas blancas del primer día, y ramo de olivo del segundo que se pusieron los de la turba en el sombrero, gastaron cintas encarnadas”. Es decir: cintas hubo, pero ni celestes ni blancas, y si las queremos comparar con algo actual, no pensemos en los actos escolares, sino más bien en los brazaletes de quienes se encargan de evitar colados indeseables en una marcha de protesta o un piquete.
En una de sus piezas teatrales, Juan Bautista Alberdi imaginará la siguiente escena:
French. —¡A ver, a ver: que vengan esos negros, que se incorporen a nosotros, que se mezclen con el pueblo! Ellos también son nuestros hermanos. Hijos de la libertad y de la Patria, ellos también están en el deber de pelear por la conquista de sus santos derechos. Que vengan, sí, son nuestros hermanos. No hay colores, ni ante Dios, ni ante la Patria. Uno solo es el linaje de los hombres; la palabra negro no está escrita en el Evangelio. También para ellos se ha levantado el Sol de Mayo: a su fecunda luz de hoy más en adelante, o todos los hombres seremos iguales y hermanos, o todos dormiremos hermanos en un común sepulcro.
El cuartel general de los patriotas se estableció en la casa de Azcuénaga, situada en la esquina de las actuales Hipólito Yrigoyen y Defensa, con excelente vista a la propia Plaza Mayor.
Siempre se quiso envolver en misterio lo que pasó aquel histórico 25 de mayo, pero vamos a recordarlo paso a paso.
El Cabildo se reunió a las 9 y trató en primer lugar la renuncia de Cisneros. Los recalcitrantes que todavía dominaban la institución intentaron resistir y, a través de Leiva, argumentaron que el Cabildo no estaba en condiciones para delegar la autoridad. Con su habitual espíritu “democrático”, opinaron que el petitorio presentado por el pueblo no debía influir en las decisiones. Seguidamente, aunque usted no lo crea, propusieron que la finada junta trucha presidida por Cisneros reasumiera sus funciones y que los comandantes se dispusieran a reprimir el descontado desborde popular a sangre y fuego y a fusilar a algunos cabecillas como escarmiento.
Los muchachos reunidos en lo de Azcuénaga tenían sus informantes, que comunicaron las barbaridades que se estaban planteando en el Cabildo. Esto inmediatamente provocó una especie de avalancha sobre el edificio y un grupo compacto y bien pertrechado, encabezado por Chiclana y French, logró copar la galería de la planta alta. Leiva seguía perdiendo tiempo, en su papel de conquistador indignado con los sudacas que osaban rebelarse contra trescientos años de “maravillosa administración española”, y lanzaba frases típicas de quien sabe que está en el horno: “¡Qué atrevimientos son éstos! ¡Qué insolencia!”.
Dice el Acta del Cabildo: “Estando en esa sesión la gente que cubría los corredores dieron golpes por varias ocasiones a la puerta de la sala capitular, oyéndose las voces de que querían saber lo que se trataba”. Hasta que se abrió una ventana y el síndico procurador se encontró con la cara de pocos amigos y los insultos de los “irreverentes” muchachos de la Legión Infernal –esos a los que quería fusilar–, a los que se atrevió a preguntarles: “¿Qué pretenden?” La respuesta fue contundente: “la renuncia efectiva de Cisneros”.
En esos momentos entraron a la sala capitular Saavedra y Beruti. El jefe de los Patricios aclaró que sus tropas no moverían un dedo para reprimir al pueblo. Sí accedieron a que se retirase parte de la gente. Cuando la plaza se fue vaciando, el desubicado de Leiva no tuvo mejor idea que asomarse otra vez al balcón de sus desgracias y preguntar: “¿Dónde está el pueblo?”. Le contestó Antonio Luis Beruti, escoltado por algunos “infernales”:
Señores del Cabildo: esto ya pasa de juguete; no estamos en circunstancias de que ustedes se burlen de nosotros con sandeces. Si hasta ahora hemos procedido con prudencia, ha sido para evitar desastres y efusión de sangre. El pueblo, en cuyo nombre hablamos, está armado en los cuarteles y una gran parte del vecindario espera en otras partes la voz para venir aquí. ¿Quieren ustedes verlo? Toque la campana y si es que no tiene badajo nosotros tocaremos generala y verán ustedes la cara de ese pueblo, cuya presencia echan de menos. ¡Sí o no! Pronto, señores, decirlo ahora mismo, porque no estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños; pero, si volvemos con las armas en la mano, no responderemos de nada.
Ahora sí, el actuario del Cabildo se decidió a leer el petitorio presentado la noche del 24 y los integrantes del cuerpo aprobaron su contenido. El virrey quedaba finalmente destituido de todo tipo de mando y se nombraba a una nueva Junta de Gobierno que asumiría a las tres de la tarde de aquel mismo día 25.
Alberdi concluirá así su “crónica dramática”:
French. —Demos gracias a los franceses que, en el otro continente, han probado la impotencia de nuestros tiranos, y a los ingleses que en el nuestro han probado el poder de los americanos; la conquista en ambos mundos ha ocasionado nuestra libertad; de la injusticia ha nacido la independencia: los tiranos han creado las libertades de la tierra. Pretendieron ser nuestros amos: hoy somos sus iguales. En recompensa de sus balas les brindamos nuestra hospitalidad.
Beruti. —Compatriotas: En nombre del entusiasmo que abrasa mis entrañas, y del calor de los valientes que he tenido el honor de presidir en esta jornada inmortal, yo me tomo la misión de decretar que nadie pegue sus ojos en esta noche de gloria: el pueblo que duerme impasible el día que ha roto sus cadenas y no se enloquece, y no se embriaga, y no se enajena y perece de gusto, es un pueblo indigno y frío, que no tardará en volver a ser esclavo. Yo decreto, señores, a nombre del honor de ustedes mismos, que durante las horas memorables de toda esta noche, resuene un cántico continuo y universal al Dios que ha roto nuestras cadenas.
Todos. —¡Cúmplase! ¡Viva el denodado Beruti!
Una voz. —¡Señores: comienza a llover ya, y no podrá tener lugar ese decreto!
French. —Si la lluvia, en vez de ser agua fuese de plomo, más alto cantaríamos todavía. Esta lluvia es un regalo oportuno del cielo, para aplacar el incendio voraz que nos abrasa. Si no lloviese, arderíamos.
Vieytes. —¡Tiranos: vosotros que no podéis contemplar la faz del pueblo sino con los ojos de la sospecha y del encono; vosotros que no conocéis el dulce imperio de una sonrisa ingenua de sus labios, comeos de envidia y de desesperación al contemplar el cuadro inefable de un gobierno que se confunde con familiaridad y con amor en los rangos del pueblo que le idolatra y que sabrá perecer por mantenerle!
Por su parte, Bernardo de Monteagudo escribió: el pueblo de Buenos Aires declara la guerra al despotismo, y enarbola, el 25 de mayo de 1810, el terrible pabellón de la venganza. El virrey Cisneros presencia con dolor los funerales de su autoridad.