“Desafiante y transformadora”. Así describe Elizabeth Groccia –mamá de K. de 10 años recién cumplidos- su maternidad por adopción.
K. llegó a la vida de Elizabeth en 2017 con 4 años, después
de pasar 2 en un Hogar de Menores.
“La maternidad por adopción es totalmente diferente de la
biológica, no se parecen en nada. De repente te encontrás con un nene que no
conocés, que te dice ‘mamá’ porque él necesita llamarte ‘mamá’”, reconoce ‘Liz’
a El Teclado.
“Yo tardé mucho tiempo en sentir que ese nene era mi hijo”,
se sincera.
“Si un hijo biológico se pare con dolor, parir un hijo
adoptivo es un dolor que se prolonga muchísimo”, asegura y señala: “es que
nosotros venimos a sanar heridas que no provocamos”.
Liz, chef y periodista de San Isidro, cuenta que con su entonces
pareja llegaron a la adopción “como creo que llega el 90% de las personas:
después de no poder tener hijos biológicamente”.
“Primero hay que duelar al hijo biológico que no vino. Los
chicos que esperan por una familia no vienen a tapar ningún agujero nuestro”,
reflexiona.
Elizabeth ha dado charlas para quienes desean anotarse en el Registro Único de Aspirantes a Guardas con Fines Adoptivos (RUAGA) de Argentina.
“A quienes se están por inscribir siempre les digo que tengan muy claro el camino en el que se inician porque se trata de un niño que te viene a poner la vida patas para arriba, es un camino muy complejo”, ya que “la mayoría de los niños que están en situación de adoptabilidad son niños abandonados, que sufrieron violencia y desamor”, destaca.
En línea con estos tiempos favorables para cuestionar mandatos -sobre todo los mandatos que nos someten a las mujeres- Liz
considera que es necesario también desromantizar la maternidad por adopción.
“Yo no sabía que podía amar tanto, nunca amé de la manera en
que lo amo a K., pero tampoco sabía la ira y la violencia que tengo adentro;
con él descubrí mis propios monstruos”, revela.
Y opina que “el amor se construye con el tiempo y es mentira que el amor todo lo puede, hay cosas que se tienen que trabajar mucho, con mucha paciencia”.
Algo similar comenta Armando Salzman, papá de dos mellizas
que en pocos días cumplirán 11 años.
“Los chicos en situación de adoptabilidad vivieron en general
experiencias terribles; tienen marcas que cada tanto vuelven”, asegura a El
Teclado este gestor cultural de Paraná.
“Mis hijas tienen mucho miedo al abandono, -cuenta- y es lógico que sientan esa desconfianza. Con Laura, su mamá, les decimos que somos sus padres para siempre”.
“A quienes se están por inscribir en el RUAGA siempre les digo que tengan muy claro el camino en el que se inician porque se trata de un niño que te viene a poner la vida patas para arriba, es un camino muy complejo porque la mayoría de los niños que están en situación de adoptabilidad son niños abandonados, que sufrieron violencia y desamor”. Elizabeth Groccia.
Cuando las niñas llegaron a su casa en 2017, con 5 años,
Armando ya era padre de 3 mujeres, fruto de un matrimonio anterior.
“Haber sido papá previamente me sirvió para no ser el padre primerizo que se asusta por dos líneas de fiebre pero, fuera de eso, ésta es una experiencia totalmente diferente”, sostiene, y define con gracia: “te pegás un porrazo espectacular”.
Armando considera que “como padre adoptivo podés hacer poco
en relación a sus historias anteriores: podés darles todo el amor y la
protección, otras perspectivas, hablarles de otra forma de vivir en el mundo,
pero con lo anterior no podés hacer nada”.
Y agrega que “hay que sacarse la omnipotencia de creer que podemos con todo. Hay cosas que nunca nos van a contar, que a lo mejor de grandes van a trabajar en otro lado”.
Hace pocas semanas comenzó una campaña que se volvió viral
en las redes sociales.
Bajo el hashtag #adoptenniñesgrandes, muchas personas
compartieron –y aún lo hacen- su experiencia en Twitter como madres y padres
adoptivos de niños, niñas y adolescentes.
Sabemos de lo efímeras que pueden llegar a ser las
propuestas virales, pero se hace igualmente necesario despojar al enunciado de cualquier frivolidad.
Gabriela Parino, referente de la ONG ‘Ser familia por adopción’, sostiene en ese sentido que “nosotros decimos que no es una cuestión
de animarse o de perderle el miedo, sino de fortalecer procesos, pensar qué
capacidades tengo para ejercer la paternidad por adopción”, que es –remarca-
“siempre mucho más desafiante que la paternidad en general”.
“En este caso, -amplía en diálogo con El Teclado- se es madre o padre en una segunda oportunidad para un niño, y a veces más de dos porque vienen de sufrir vinculaciones que no prosperaron”.
“Todos los niños que llegan a la adopción lo hacen con una
ruptura, con una vida quebrada. Y eso implica siempre pérdidas, de situaciones de vulneración que
los dañaron y de otras situaciones a las que se aferraban y pueden añorar
también”, dice Parino, licenciada en Psicología.
“Entonces –subraya- es necesario que haya adultos con la capacidad de contener y contenerse, de acompañarlos y buscar acompañamiento, de bancarse las tristezas, los enojos y las frustraciones de los chicos y las propias como padres o madres”.
“Si no querés vivir apasionadamente la maternidad o la
paternidad, entonces la adopción no es para vos”, sostiene tajante Carolina
Belvis, mamá de dos adolescentes de 14 y 16 años.
En octubre de 2014, a 20 días del apto para ingresar al
Registro, la llamaron de un Juzgado para conocer a dos nenas, que entonces
tenían 6 y 8 años.
“Antes de hacer los talleres del RUAGA, con mi marido ya
teníamos en claro que queríamos adoptar hermanos de hasta 6 años”, señala a El Teclado, pero luego de informarse ampliaron la edad a 10.
“Yo nunca me vi como madre de bebés”, reconoce Carolina, que vive en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
"Es necesario que haya adultos con la capacidad de contener y contenerse, de acompañarlos y buscar acompañamiento, de bancarse las tristezas, los enojos y las frustraciones de los chicos y las propias como padres o madres”. Gabriela Parino.
“Muchas veces se dice que ser mamá adoptiva de un bebé es más fácil porque podés inculcarle tus costumbres de entrada, pero los niños más grandes te facilitan otras cosas. Por ejemplo ya conocen su historia, dan cuenta de cómo se van sintiendo, de las cosas que necesitan, te ofrecen una devolución de lo que hacés, de las cosas que hacés bien y de las que hacés mal. Es un diálogo constante”, explica.
Según los últimos datos del RUAGA, en este momento hay en todo el país 2.430 legajos de aspirantes aptos para convertirse en madre o padre y la gran mayoría presenta una disponibilidad adoptiva para un/a bebé de hasta 2 años.
Por exponer algunas cifras, sólo un 27,7% aceptaría maternar
o paternar a un niño o niña de 7 años, posibilidades que se reducen al 1,2%
para un/a adolescente de 12 años.
Gabriela Parino lo analiza de la siguiente manera: “en
muchos casos las personas llegan a la adopción a partir de la dificultad para
concebir hijos de manera biológica. Entonces al empezar este recorrido piensan
en tener un hijito lo más parecido posible al modelo de paternidad biológica,
por eso inicialmente piensan en un bebé”.
“Como asociación nos alarma un poco el escuchar a personas que dicen que se inscriben en convocatorias públicas ‘porque es más fácil’, como un atajo”, asegura.
Y agrega que “las convocatorias son un recurso valioso, a
veces la última opción que amerita mayor compromiso para encontrar familia para
adolescentes, grupos de hermanos o niños con dificultades de salud”.
“Pero nosotros pensamos que hay que hacer un proceso subjetivo y no solamente un proceso judicial –destaca Parino-, que hay que informarse mucho y pensar qué recursos tiene cada familia para poder sostener las realidades que los chicos traen”.
La adopción consiste en buscarle una familia a un niño, niña
o adolescente cuyos derechos han sido vulnerados, y no un hijo o hija para los
adultos con deseos de maternar o paternar.
La legislación argentina en la materia pone el acento en el
respeto al derecho a la identidad y a conocer los orígenes.
De hecho, los y las adoptantes se comprometen en el
expediente a comunicar su origen al niño, niña o adolescente.
Esto constituye una prioridad para Laura Videla, mamá de A.,
de 18 años. Ambas viven en Bigand, un pueblo santafesino que queda a 70
kilómetros de Rosario.
A. llegó a su vida en 2010, cuando Laura –docente de Educación Especial- ya era madre biológica de dos adolescentes varones. “Tenía 6 años y el pelo pintado de dos colores porque en el Hogar estaban jugando a la peluquería”, recuerda Laura con una sonrisa.
“Su madre biológica falleció cuando ella tenía 2 años, ella
conoce toda la historia, incluso hemos ido juntas a llevarle flores al
cementerio”, cuenta Laura a El Teclado.
“Con el papá siempre la escuchamos cuando trae a la
conversación algo sobre su historia”, dice Laura, y remarca que “saber la
verdad es un derecho de ella”.
Hoy A. mantiene el vínculo con varios de sus hermanos
biológicos, sobre todo con los que viven en el mismo pueblo: se juntan en
cumpleaños, previo a Navidad y Año Nuevo y en otros festejos.
“Para sus 15, estaban todos sus hermanos esperándola en el salón de fiestas”, concluye Laura. [El Teclado]