“Estoy vivo y sano. Engrudo”. El mensaje era breve y conciso, pero llevaba toda la esperanza que puede caber en un telegrama.
El apodo familiar
en la firma - “Engrudo”, por el pelo engominado en la
niñez-, aquel sobrenombre de la infancia que sólo conocían los más íntimos, les
dio a los familiares de Hugo Molina la certeza de que estaba vivo.
El 16 de abril de
1982, Hugo -salteño de 24 años- salió de Punta Alta, provincia de Buenos Aires,
para embarcarse en el Crucero ARA General Belgrano junto a otros 1.092 hombres. Como
técnico electromecánico naval, tenía a su cargo las reparaciones y todo lo referido
al mantenimiento eléctrico del buque.
“El 13 de abril,
que era martes, había tenido una zarpada fallida. ‘Martes 13, no te cases ni te
embarques’, dice el dicho. Ese día habremos hecho 200 metros hasta la puerta de
la dársena, cuando se rompió una tubería de alimentación de las calderas y
tuvimos que ingresar nuevamente al puerto. Finalmente, a las 11.50 del 16 de
abril, zarpamos”, recuerda Hugo.
El domingo 2 de
mayo, cerca de las 16, fue a despertar a un compañero que dormía la siesta en
su camarote. “No hago más que abrir la puerta, que suena el primer torpedo:
vuelo por el aire, me estrello contra las mamparas de la bandas de babor del
buque, caigo y, cuando me quiero levantar, el segundo torpedo me vuelve a
tirar”, relata en tiempo presente.
Las imágenes son
claras; la descripción es precisa. Hugo siente que él es como un rompecabezas
que perdió algunas piezas pero dice que ahora está bastante bien, que ya no le
duele tanto hablar de lo que tuvo que vivir.
“El tema es el
siguiente: vos sos una criatura, tus padres te quieren y te lo demuestran; te
mandan a la escuela, te hacen la comida, te inculcan valores, te construyen
como una persona de bien. Pero vas a la guerra y todo lo que aprendiste no te
sirve, tenés que inventarte para ese momento; sos otro”, asegura Hugo a El
Teclado.
Y agrega: “lo que
más me ayudó después fue juntarme con compañeros a comer asados, proyectar
algunos eventos para adelante y tratar de dejar atrás lo que pasó”.
El 2 de mayo de
1982 dos torpedos lanzados por el submarino nuclear británico HMS “Conqueror”
impactaron en el Belgrano, que -según la información oficial- se encontraba
fuera del área de exclusión establecido por los ingleses en torno de las
islas.
El ataque que se
produjo en el marco del conflicto bélico por la soberanía de las Islas Malvinas
y del Atlántico Sur dejó 323 tripulantes argentinos muertos, cerca de la mitad de
los fallecidos durante toda la guerra, que fueron 649. Algunos murieron
producto del impacto o del incendio posterior; otros se ahogaron o murieron de
frío en las aguas heladas del sur.
“Yo me lastimé las
rodillas y la frente, nada de gravedad -recuerda Hugo-. Como estaba de guardia
tenía la ventaja de contar con una linterna. Salí tranquilo caminando para
proa. El protocolo dice que, para abandonar un barco de manera ordenada, hay
que ir por la mano derecha. Todos los que fueron para la popa se murieron
porque cayeron en el foso que dejó el torpedo”.
“Cuando llegué a
cubierta, era un pandemónium: el
barco estaba completamente escorado -lo que en términos navales significa
inclinado- hacia babor, a 45 grados”, relata el sobreviviente.
Y continúa: “Fui a
mi balsa, la número 37, me tiré, me caí al agua y no sé cuánto tiempo estuve
sumergido. En un momento me rescataron, no porque fuera muy querido sino porque
tenía el cuchillo de electricista para pelar cables y con ese cuchillito había
que cortar la soga que amarraba la balsa al buque. Y el buque se hundía”.
“Terminamos de
salir y el barco se hundió completamente. Eso produjo que se formara como un
remolino. Nosotros dimos vueltas por fuera de ese remolino -gracias a Dios no
nos tragó- y fuimos expulsados por el aire, no sé a cuántos metros. Caímos al
mar y quedamos a la buena de Dios”, asegura.
Eran 21 personas en
una balsa pinchada porque, en el trajín del abandono, a uno de los ocupantes se
le despegó la suela de los zapatos de gala que llevaba puestos y con los clavitos al
aire iba dejando agujeros en cada paso que daba.
“Lo que más me
afectó fue el terror de no saber si en los próximos 10 segundos iba a estar
vivo o muerto”, confiesa.
Pero no quedaba
otra que luchar por vivir, así que se organizaron. “Nos dividimos en grupos:
uno sacaba agua con un jarrito de aluminio, otro inflaba la cubierta, otros
estaban atentos por si alguien nos veía. El más apto, el que logró mayor
consenso, fue el que ofició de líder”, cuenta.
Y resume, 41 años
después, lo que fueron horas de desesperación e incertidumbre: “Así pasamos
cerca de 48 horas en un mar de 4.000 metros de profundidad, con vientos de 100
kilómetros -según dicen- y olas de cerca de 10 metros, que nos llevaban hasta
la cresta y nos hundían cuando rompían para luego volver a salir a flote”.
En esos casi dos
días perdidos en el mar, a la deriva, hubo de todo: desde conversaciones
filosóficas y religiosas hasta roces y desencuentros más terrenales producidos por la estrecha
convivencia. “Éramos como lombrices dentro de una lata”, grafica.
En toda actividad
naval existe un protocolo de evacuación ante desperfectos o hundimiento del
buque. Hugo explica que, en este caso, “debíamos llevar una muda de ropa impermeabilizada en
una bolsa sellada para cambiarnos y no podíamos ingerir comida ni tomar agua
hasta pasadas las 24 horas para estirar por un día las raciones”.
Cada grupo que se
subía a una balsa contaba con un kit de supervivencia compuesto, entre otras
cosas, por un recipiente hermético con agua potable, frutos secos, caramelos
con pulpa de fruta, bengalas de humo para día y para noche, un equipo de pesca, un botiquín con analgésicos,
un espejo para hacer señales aéreas, una Biblia y un mazo de naipes.
“Estas dos últimas
cosas eran inútiles. ¿Quién se iba a poner a jugar a las cartas o a leer la
Biblia, con esa letra tan chiquita en medio de la oscuridad?”, se pregunta.
- ¿Había heridos en la balsa?
- No, pero un
compañero murió en la balsa. Me dijo que tenía mucho frío y pidió apoyarse
sobre mí. No puedo precisar la cantidad de horas que pasaron pero sé que fueron
muchas. Cuando ya me incomodó y me quise correr, le hablé, no me contestó, lo
moví y cayó duro sobre otros compañeros. Estaba muerto. Discutimos si tirarlo o
no al agua. En esa discusión pasó un día y finalmente nos encontraron. Sus
restos llegaron al continente y fueron enterrados por su familia. Ese hecho
puntual me dejó una tara mental: le tengo fobia a los muertos. No a la muerte, a los muertos. Otra
tara que no puedo superar es la sensación que me quedó después de tragar tanta
agua, por eso hace 41 años que no tomo
agua. Tomo gaseosa, jugos, mate, pero agua de la canilla o de botella,
no puedo.
- ¿Cómo los encontraron?
- El martes 4 de mayo se despejó y se calmaron las aguas de un minuto al otro. Quedó un mar planchado, sin nada de viento y el sol se veía hermoso. Yo digo que fue un milagro. Habíamos aprovechado para sacar los gabanes mojados al techo de la balsa para que les diera el sol y se secaran un poco. De repente escuchamos el ruido de un avión y lo vimos. Agarré el espejito de supervivencia, le hice juego de luces y el avión me contestó. Así como 5 veces más, hasta que dio una vuelta en círculo y se fue. Pasó mucho tiempo, ya estaba oscureciendo cuando apareció en el horizonte una figura que resultó ser el destructor ‘Piedrabuena’. Estábamos cerca del Círculo Polar Antártico.
El compañero que tiraba de la soga que lo rescató le ofreció, al subir, la mitad de los cigarrillos que le quedaban. “Tenía 12 43/70 y me dio 6. Eso no me lo olvido más”, dice Hugo.
Ese compañero le
prestó también su cama para descansar.
“En el barco nos
dieron una bandeja llena de arroz con una jarra que tenía medio litro de vino
blanco y medio de agua. Yo no tomo vino pero esa noche me comí todo el guiso y
me tomé todo el vino”, asegura.
Horas después, ya
de madrugada, llegaron al puerto de Ushuaia. Además del personal de la Armada,
había ido a recibirlos parte de la población civil: les llevaron chocolates,
alfajores, sandwiches, frazadas. Los heridos quedaron en el Hospital Naval de
la Ushuaia y el resto voló para Bahía Blanca.
Desde esa ciudad
fue que Hugo mandó el telegrama a su familia -madre, padre y dos hermanos- que
esperaba noticias en Salta: “Estoy vivo y sano. Engrudo”, fue el mensaje.
“Ellos estaban
desesperados, no tenían noticias certeras. Había versiones cruzadas y se decía
que no había sobrevivientes”, cuenta.
Después de la
guerra lo trasladaron a la Escuela Naval de La Plata, donde terminó sus días
como marino en el año ‘88. Luego vinieron varios trabajos diferentes,
distanciados del ámbito militar: enfermero en el Hospital de Melchor Romero, trabajador
administrativo de la Provincia y luego chofer en la Gobernación bonaerense.
“Esos fueron los años más felices de mi vida”, sostiene.
Hoy Hugo participa
activamente del Museo “Héroes de Malvinas” del Fuerte Barragán, en la
localidad de Ensenada. Tiene 3 hijos, todos nacidos después de la guerra, y
está separado de su última pareja, la madre de sus 2 hijos menores.
“Con ella nos
llevamos bien. Creo que es difícil ser la esposa de un veterano. Uno tiene
muchas ausencias, más en esta temporada alta de eventos, que a veces juegan a
favor y otras en contra”, reconoce.
- ¿Sentís que te quedaron otras secuelas de la
guerra más allá de esas ‘taras’ que mencionás?
- Nada es gratis. Un día de 2013 estaba viendo un documental en History Channel sobre el canal de Suez y en un momento se me empezaron a caer las lágrimas. Yo no sabía lo que me pasaba, le di una trompada a la mesa y me puse a llorar desconsoladamente. Ahí le pedí a mi ex esposa que me internara. Quedé 4 meses internado en una clínica psiquiátrica, donde me reiniciaron. Después de eso empecé a estudiar Historia en la Facultad, retomé el vínculo con los Veteranos y armamos grupos de autoayuda coordinados por psicólogos y psiquiatras. Actualmente nos juntamos todos los viernes a comer y hablar de nuestras cosas. Siento que me inventé de nuevo. [El Teclado].
El crucero General Belgrano
El crucero ARA
General Belgrano fue comprado por Argentina a Estados Unidos en 1951. El barco
estuvo en el ataque japonés a la base naval norteamericana en Pearl Harbor
(Hawai) durante la II Guerra Mundial.
En mayo de 1982
el Belgrano navegaba las aguas del Atlántico Sur junto a los destructores ARA
‘Piedrabuena’ y ARA ‘Bouchard’, que luego fueron tuvieron un rol fundamental en
el rescate de los sobrevivientes.
De la proeza de
traer con vida a esos 770 tripulantes argentinos fueron parte también las
embarcaciones ‘Gurruchaga’ y ‘Bahía Paraíso’ y los aviones y helicópteros de la
Escuadrilla Aeronaval.