Este miércoles se desarrolló en La Plata una nueva audiencia en el juicio oral por los crímenes cometidos en la Brigada de Investigaciones de San Justo, en la que dieron testimonio el sobreviviente Sigfried Watzlawik y la esposa e hijos de Gustavo Lafleur, quien continúa desaparecido. En el proceso se juzgan 19 genocidas por los crímenes cometidos contra 84 víctimas.
La madrugada del sábado 10 de diciembre de 1977 Sigfried Watzlawik descansaba junto a su familia en su casa en Lanús Este. De repente escuchan ruidos. Una patota de 5 o 6 personas irrumpen violentamente, rompiendo las puertas, suben las escaleras y lo reducen junto a su esposa y sus dos pequeñas hijas de 2 y 3 años. Uno estaba vestido de civil y el resto uniformados, decían que eran de “las fuerzas conjuntas”. Buscaban armas y a su paso destrozaron todo lo que se encontraron. Lo encapucharon, lo subieron a una camioneta y se lo llevaron. Tras una hora y media de viaje y luego de pasar por otros domicilios, lo llevaron a la Brigada de San Justo.
“Nos metieron, nos desnudaron y empezaron con la picana eléctrica directamente”, relató con la voz entrecortada el hombre de 76 años ante los jueces y la audiencia. Pedían nombres, dónde estaban las armas, por atentados, por su afiliación al Partido Comunista Argentino. “Preguntaban y picaneaban, sin dar lugar para contestar”, relató Sigfrid.
Al término de esa primera, de varias, sesiones de tortura con picana, lo depositaron en una celda donde estaban dos conocidos del barrio: Aníbal Ces y “El Negro Black”, un hombre de apellido Sánchez que iba seguido a su taller de tornería. Estaba muy golpeado. Después el mismo Black le confesó que a él lo fueron a buscar porque lo había nombrado en la feroz tortura. “Yo lo justifiqué. Le habían dado una paliza tan grande que uno dice cualquier cosa para que paren”, contó, y luego agregó que “cuando nos largaron, los muchachos lo trataban mal al Negro. Yo les decía que no lo traten mal, porque hay que estar ahí para saber lo que es la tortura”, justificó, comprensivo, quien pasó por el mismo infierno.
Pero al sufrir semejante tormento, Sigfried decidió que él no iba a hablar, que no iba a hacer pasar a nadie lo que estaba viviendo él. “Un día me llevaron al baño y encontré una gillette. Decidí matarme, cortarme acá y acá”, explicó mientras mostraba sus brazos a los jueces. “Me corté en la celda. El Negro Black se despierta y empieza a los gritos. Vienen los guardias y me sacan de la celda. Me llevan para curarme”, contó y relató que un médico lo atendió de sus heridas.
En su estancia en el centro clandestino también compartió cautiverio con la esposa de Ces, Ana María Espósito, con Eduardo Luís Nieves e Ismael Zarza, todos ellos recuperaron su libertad, y también con Haydeé Mabel Rodríguez, “La Gallega”, quien se encuentra desaparecida. Además, escuchó a unas chicas en una celda contigua que “eran montoneras y del ERP”, de las cuales no pudo decir sus nombres.
Los tormentos incluían, además de la picana, las amenazas de muerte de su esposa e hijas, escuchar casi todas las noches los gritos de dolor de otros detenidos en la tortura, e incluso simulacros de fusilamiento, como ocurrió momentos antes de su liberación, junto con el Negro Black. “Nos llevaron a un campo, por la zona de Carazza. Nos hicieron arrodillar, y unos les decían a otros que nos quemaran. Pensamos que nos mataban. Nos sacaron la venda, nos empujaron a una zanja y se fueron. Nos habíamos salvado”, relató Sigfried. Era marzo de 1978.
Sigfried salió de su cautiverio con 30 kilos menos de peso, muy deteriorado. Contó que le llevó meses recuperarse, con atención médica y psicológica, pero que pudo lograrlo gracias a su familia, compañeros y amigos que lo ayudaron y sostuvieron. “Uno de esto no se olvida nunca”, dijo la víctima.
Como otros sobrevivientes, describió que los carceleros se hacían llamar con apodos, muchos que hacían referencia a animales, como “Lagarto” o “Alacrán”. También mencionó al guardia al que decían “Eléctrico”, a quien describió como rubio, delgado y no muy grandote y que además fue uno de los que participó de su secuestro.
Al momento de mostrarle el álbum fotográfico para saber si podía reconocer a alguno de sus guardianes, marcó tres fotos. Dos de ellas se corresponden a imputados en el juicio: señaló a Héctor Horacio Carrera y a Rubén Alfredo Boan, alias “Víbora”, uno de los más violentos del centro clandestino.
Al finalizar les realizó un pedido a los jueces. “Yo quisiera que ese lugar se cierre y haya allí un lugar para la memoria, la verdad y la justicia. Ahí había una sala de torturas con picana, esas cosas no pueden volver a pasar nunca más en Argentina. Ese lugar no puede funcionar más”, solicitó, como otros sobrevivientes. Actualmente el Centro Clandestino que funcionó en la Brigada de San Justo es la sede de la DDI La Matanza de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Gustavo Lafleur fue secuestrado de su domicilio en Castelar el día 10 de noviembre de 1976. Tenía 32 años y le decían “Tato” o “Chicho”. Desde muy joven militó en Cristianismo y Revolución, luego se integró a la Juventud Peronista y a la Juventud Trabajadora Peronista. Aún continúa desaparecido, es por ello que dieron testimonio en su nombre su esposa Helena Alapín, y sus hijos Laura y Lautaro Lafleur.
Como solían hacer las patotas, llegaron de madrugada a la casa familiar 7 u 8 personas de civil con armas largas. Les pusieron una pistola en la cabeza a Gustavo y a Helena, mientras Lautaro de 6 años y Laura de 2, dormían en otra habitación. Luego llevaron a los pequeños a la habitación con su madre.
El operativo duró aproximadamente 3 horas. Revolvieron toda la casa, el jardín, buscando cosas y robando lo que podían. “Hasta se tomaron las botellitas pequeñas de alcohol que mi hijo coleccionaba”, contó la socióloga de 75 años mientras recordaba esa noche de terror. “Se llevaron una libreta mía de direcciones”.
El que dirigía el operativo era delgado, rubio, de estatura normal. Había otro que era morocho, más fornida y tenía una campera azul. “A ésta dejala”, dijeron los secuestrados y se llevaron a Gustavo. Nunca más lo volvieron a ver.
Ahí comenzó la peregrinación de la búsqueda de Gustavo. Presentación de habeas corpus, recorrer lugares en busca de información, entrar en contacto con otros familiares que estaban en la misma situación. Años después Helena pudo tomar contacto con el sobreviviente Horacio René Matoso quien le contó que cuando estuvo detenido en la Brigada de Investigaciones de Lanús, conocida como “El Infierno”, compartió cautiverio con Gustavo Lafleur que fue trasladado allí desde la Brigada de Investigaciones de San Justo, junto con Ricardo Chidichimo y José Rizzo, entre otros, en el mes de noviembre de 1976.
Helena vendió la casa y nunca más volvieron allí. “Mis hijos y yo logramos salir adelante con la inmensa solidaridad de vecinos y amigos, y de las organizaciones de familiares que son una contención enorme para esta vivencia”, contó la mujer.
En la audiencia también declararon los hijos de Gustavo. Laura tenía dos años al momento del secuestro. “A las personas les cuesta poder hacer el duelo cuando no tenés el cuerpo. De grande lo pude elaborar. A mi lo que me duele es no saber cómo murió, cuándo, cuánto tiempo estuvo en cautiverio. Me duele saber que seguramente pensaba en nosotros, si estábamos bien y que es muy probable que lo hayan torturado. Esta cosa tan siniestra que es que alguien desaparezca”, contó la joven. Llevó consigo el pañuelo blanco que durante años usó su abuela paterna Nefer Picarel de Lafleur y lo mostró en alto, orgullosa, a los jueces y la audiencia.
“Sufrimos lo que sufrieron todos. Lo peor es no tener una tumba, no tener un lugar, porque forma parte de los ritos culturales de la humanidad tener un lugar donde recordar sus muertos. La desaparición es una de las peores cosas que le puede suceder a una persona”, dijo Helena.
[DE JUECES E IMPUTADOS]
Cabe recordar que los jueces del Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°1 de La Plata, Nelson Jarazo, Pablo Vega y Alejandro Esmoris resolvieron que los imputados puedan no asistir a los tribunales de 8 y 50 y que sigan las audiencias por videoconferencia. Sin embargo los imputados no aparecen en la pantalla donde se muestran los Tribunales a donde deben concurrir, el más cercano de su lugar de residencia o las unidades penitenciarias donde algunos pocos están alojados. Simplemente no van. No escuchan los testimonios de las víctimas. Para ellos, el juicio no ocurre.
Tal como sucede desde hace varias audiencias, el único imputado que se acerca hasta Comodoro Py es Juan María Torino, uno de los dos civiles acusados en este proceso, que enfrenta por primera vez a un tribunal por delitos de genocidio. Torino era el Sub Secretario de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, dependiente de Jaime Lamont Smart, ya condenado en otras causas y también imputado en ésta. Quizá al ser su primera vez no quiera perderse detalles del debate.
Otro detalle es que el “cuarto juez” que debe conformar el Tribunal fue designado a último momento y sin comunicárselo a las partes. Esta figura es de suma importancia en juicios de estas dimensiones y por lo prolongado del proceso. Si en el transcurso del debate alguno de los magistrados titulares sufriera algún inconveniente y no pudiera seguir, la continuidad del proceso está asegurado con este juez suplementario, que habiendo presenciado todo el debate podría ocupar el lugar y fallar.
El cuarto juez en el juicio Brigada de San Justo no viene a las audiencias en La Plata y teóricamente lo sigue por videoconferencia. Pero con suerte la cámara enfoca un cuadro de su despacho del TOCF de San Martín. O directamente no hay conexión. Nunca se lo vio. Es prácticamente “un juez fantasma”. [El Teclado]