El presidente de Brasil, Michel Temer, retrocedió y revocó el polémico decreto que había ordenado el despliegue de tropas militares en la Explanada de los Ministerios en Brasilia.
La decisión, lejos de ser la demostración de principios de un estadista, es una respuesta política al rechazo que generó la medida, motivada más por el temor de que se precipiten hechos que lo alejen del poder que por una amenaza real a la seguridad en las sedes del poder ejecutivo nacional.
El presidente requirió sólo unas horas de protestas –es cierto, con algunos focos de violencia como el incendio en el hall del Ministerio de Agricultura- para echar mano de una herramienta que, por cualquier gobernante, sería vista como un último recurso: la movilización de militares y el traspaso de tareas de seguridad nacional a las tropas.
Cabe recordar que Brasil, como nuestro país, vivió una cruenta dictadura militar. A diferencia de Argentina, los genocidas no fueron juzgados por cometer delitos de lesa humanidad. Es más, existen organizaciones de militares retirados que reivindican el terrorismo de Estado. Esas organizaciones participaron activamente en las marchas contra la presidenta Dilma Rousseff, marchas en donde muchos –no todos- manifestantes civiles portaron carteles pidiendo el regreso del gobierno militar.
Estos elementos, sumados a la brutal represión documentada por movimientos sociales y medios de comunicación, hicieron que el decreto firmado por Temer encendiera las alarmas.
Pero la militarización de Brasilia no es sólo el reflejo de un presidente que se siente cómodo empleando mecanismos represivos. Es, también, la señal más evidente de un gobernante que vislumbra en soledad su caída.
El jueves de la semana pasada, horas después de que saliera a la luz la grabación de Joesley Batista que vinculan al mandatario brasileño con sobornos, la dimisión de Temer se daba por descontada. Sorprendió, entonces, con un anuncio de prensa en el que proclamó “No renunciaré”.
El fin de semana, su base aliada, el poderoso Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y el derechista DEM preparaban su salida de la coalición de Gobierno. La retrasaron a pedido de Temer y a la espera del impacto que tuvieran las manifestaciones del domingo en contra del Ejecutivo. La lluvia le jugó una mala pasada a la oposición de izquierda y los movimientos sociales.
Fue una tormenta la que dio un poco más de oxígeno a Temer en medio de su huracán.
Pero el engranaje político que sostiene al mandatario quedó herido de muerte. No son secretas las reuniones y negociaciones de todos los sectores –su propio partido el PMDB, el PSDB, DEM, el Partido de los Trabajadores (PT), el establishment financiero…- para definir cómo será el proceso que lo aparte de la Presidencia.
Formalmente el golpe de gracia para que esas elucubraciones se conviertan en una realidad será el 6 de junio, fecha en que el Tribunal Superior Electoral retome el juicio por la financiación ilegal de la campaña Rousseff-Temer, un proceso que puede costarle vía judicial el cargo.
No obstante, una manifestación masiva puede precipitar la decisión política.
Fueron los dos millones de brasileños que en agosto de 2015 salieron a la calle los que envalentonaron a toda la oposición a Rousseff a iniciar el impeachment en su contra. Todavía resuenan las imágenes dantescas de diputados y senadores, investigados por corrupción, pronunciando encendidos discursos sobre el bien de la inmaculada República.
¿Cuántos ciudadanos se necesitarán en las calles ahora para que esa misma dirigencia decida “sacrificar” a uno de los suyos, una vez más, en nombre de la institucionalidad?
Temer está interiorizado con esa estrategia. La usó. La presión popular fue una de las herramientas que le allanó el camino hacia el Planalto.
Y por ello estuvo dispuesto a cercarla a toda costa, de allí un decreto como el del miércoles, blindando de militares las calles para contener las manifestaciones. Mejor dicho, para impedirlas.
La jugada, no obstante, no fue certera. Por el contrario, expuso la fragilidad de un presidente que, quedó claro, sólo puede mantenerse en el poder a fuerza de medidas desesperadas.