La trascendencia pública de la muerte del femicida Ricardo Barrera es toda una ocasión para revisar lo que su figura representó en nuestra cultura popular. Es momento para pensar cómo fue posible que sus crímenes –su machismo explícito, su brutalidad- fueron acogidos casi como actos heroicos. Es momento para preguntarnos cómo fue que su odio y su misoginia se transformaron en motivos de admiración e idolatría.
Un hombre asesina a escopetazos a cuatro mujeres de su familia y se transforma en un héroe. ¿El reino del revés? Sí (Y también el patriarcado haciendo de las suyas)
Un hombre asesina a escopetazos a su mujer, a sus dos hijas y a su suegra y a cambio una banda de rock le compone una canción, lo llaman ídolo y santo, alguien se tatúa su cara, se hacen chistes sobre sus crímenes. Cientos lo reivindican porque -después de todo- ellas debieron tener la culpa. Ellas siempre tienen la culpa: la suegra por bruja, malcogida y amargada, la esposa por jodida y rompepelotas y las hijas vaya a saber una por qué, pero seguro eran culpables de algo.
Un hombre asesina a cuatro mujeres, pero los medios insisten en nombrarlo siempre por su profesión: el odontólogo Barreda. Referirse a alguien por su función o título, bien sabemos, es una apelación directa a cierto grado de credibilidad y honestidad. Los medios no sólo insistieron en transferirle ese respeto que supuestamente implicaba su actividad como profesional de la salud, sino que reforzaron el relato de las supuestas humillaciones de las que decía ser víctima. Humillaciones que jamás pudieron comprobarse porque ni Adriana, ni Gladys, ni Cecilia, ni Elena tuvieron oportunidad de contar sus propias historias.
Con esa ficción del hombre hostigado, los medios colaron la excusa para atenuar la gravedad de sus crímenes e, incluso, generar cierto grado de empatía con su figura de varón agobiado. La versión de las víctimas –que jamás pudieron defenderse ni decir una sola palabra- fue un terreno sobre el que pocos se preguntaron. Se difundió el relato de Barreda –con la palabra “Conchita” como emblema- y se lo tomó como verdad sin mayores cuestionamientos.
Pero, como decía, la trascendencia que adquirió su muerte en las últimas horas nos invita una vez más a revisarnos. Mucho se habló en los últimos días sobre que, cuando concluya la pandemia, nacerá una “nueva normalidad” y que muchos aspectos de nuestras vidas y relaciones serán distintos. No sé si eso sea cierto, pero si lo es, si realmente tenemos la oportunidad de refundarnos bajo nuevos paradigmas, espero que nos convirtamos en una sociedad que jamás vuelva a equiparar la figura de un femicida a la de un ídolo. Ni los Barreda ni los Monzón fueron ni serán campeones ni héroes.
Insisto: si realmente tenemos la oportunidad de modificarnos en algo, espero que nos convirtamos en una sociedad capaz de empatizar con las víctimas y no con los victimarios. Una sociedad en la que las mujeres no mueran en manos de la violencia machista.
Una sociedad donde aquel que se tatúe la cara de un femicida no se sienta gracioso, ni vivo, ni acompañado, sino avergonzado.