Con el antecedente de la noche helada que pasamos durante la sesión de diputados del 13 de junio, cuando la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo logró media sanción, esta vez hicimos planes para ganarle la pulseada al clima en las muchas horas que sabíamos que íbamos a pasar en la calle en la crudeza del invierno. Decidimos alquilar un departamento para que hiciera de centro de operaciones y logística: un lugar para hacer base y recargar batería a los celulares, llenar los termos de agua caliente, cambiarnos las medias mojadas, ir al baño y una lista de etcéteras en el mismo sentido.
Es que aquel ocho de agosto histórico empezó antes de llegar al Congreso. Con un grupo de amigas tomamos el tren desde La Plata a Capital después del mediodía. El vagón estaba repleto y el viaje fue una fiesta; una explosión de ansiedad y glitter, de carteles con consignas que bregaban por la libertad y autonomía de los cuerpos, de pañuelos moviéndose de un lado a otro. La sensación durante todo el trayecto era la de estar siendo parte de una gesta histórica. Así debieron sentirse aquellos y aquellas que formaron parte de los momentos clave de transformación de una sociedad: los y las revolucionarias de Mayo, los y las que salieron a la calle en octubre del 45, las sufragistas, las Madres y Abuelas cuando se ataron los pañuelos por primera vez y, a puro coraje, inauguraron las rondas en la plaza.
Nos bajamos del tren y llegamos al departamentito después de una combinación de subtes. La temperatura no superaba los 9 grados. Para ese momento ya caía una llovizna helada y molesta, pero importó poco: no sospechábamos que el temporal que venía nos iba a acompañar ininterrumpidamente el resto de la jornada.
Dejamos provisiones en la heladera, nos abrigamos y salimos para el Congreso. La atmósfera que se respiraba en cada esquina no era nada comparada con lo que sentíamos por dentro. Aún sabiendo que el debate en el Senado iba a ser ajustado y que existían serias chances de que la ley no saliera por la presión sistemática de los sectores más conservadores y religiosos de la sociedad, la euforia que sentíamos y la convicción de haber elegido luchar por algo en lo que creíamos tenaz y fervientemente, nos impulsaba a pisar la calle con un paraguas en la mano y el corazón en la otra: íbamos a luchar contra viento y marea, metafórica y literalmente.
En las inmediaciones del Congreso la cantidad de gente era sobrecogedora. Ni bien llegamos quedamos inmersas en una peregrinación de paraguas y banderas que cantaba “América Latina va a ser toda feminista” y después de eso, inmediatamente, volvía a la carga gritando a viva voz: “Educación Sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”. Las palabras no son suficientes para describir ese fragor, esa épica galopándonos en el pecho, esa avalancha que nos hacía sentir que, aunque el agua venía de arriba, la verdadera furia del temporal, la lluvia brava, la marea imparable y urgente éramos nosotras.
Mate, vino tinto, una torta de cumpleaños improvisada para celebrar a una de nuestras amigas, paraguas destrozados por la fuerza de la tormenta, mantas compartidas para envolver el cuerpo o hacer de techito, grupos desplegados por todas partes compartiendo galletitas y cigarrillos en la entrada de los edificios, las zapatillas mojadas, las medias empapadas, una latita de birra, un café, una cola eterna para entrar a una casa de comidas rápidas después de seis horas de resistir la lluvia y la información que nos llegaba por WhatsApp, entre la resignación y la expectativa: “Dicen que la sesión termina después de la 1 de la mañana”; “Estamos cinco votos abajo”; “Todavía podemos darla vuelta”; “Parece que la ley no sale”.
Lo que ocurrió cerca de las 3 de la madrugada fue, tristemente, lo que preveíamos desde hacía días: tras 17 horas de debate y a pesar de la contundencia del grito de millones de mujeres y disidencias pidiendo el cese de la clandestinidad, la desigualdad y la hipocresía, la presión de sectores eclesiásticos y reaccionarios logró ir sumando voluntades e impactó adentro del recinto. El Senado rechazó el proyecto de legalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo y, con eso, eligió la Argentina de la clandestinidad. El resultado se acercó a los cálculos que circulaban en los medios y redes desde hacía horas: el rechazo contabilizó 38 votos y el sí, 31.
Pudimos ver la definición por televisión, recién llegadas al departamento, algunas sentadas en el piso, otras tratándose de calentarse los pies, otras encendiendo un cigarrillo para mitigar el frío y los nervios. Hubieron algunas puteadas al aire y unos minutos de caras largas, pero en nuestra intimidad no podíamos evitar sentirnos vencedoras: sabíamos que la derrota parlamentaria era una circunstancia eventualmente reversible pero, en cambio, la conciencia social que se despertó -y que tanto incómoda a los que visten la doble moral celeste- era ciertamente irreversible y se había transformado en el mayor triunfo que tuvimos en esos meses de 2018.
Vencimos porque le pusimos rostro y voz a las experiencias de miles que durante décadas fueron castigadas por la soledad, la desidia y el abandono. Vencimos porque abortamos la culpa, la farsa del instinto materno, el veneno patriarcal y los prejuicios. Vencimos porque, pese a las ecografías en vivo, los argumentos ridículos, cínicos y contrafrácticos y los espejitos de colores que quisieron vender los reaccionarios de turno, logramos instalar el debate como lo que es: una cuestión de salud pública; una pieza fundamental para zanjar la desigualdad que existe en torno al acceso a la educación sexual, los métodos anticonceptivos y los derechos sexuales y reproductivos. Con la ley, se terminará esa brecha dolorosa que divide a aquellas que pueden abortar en condiciones sépticas y seguras y las que son condenadas al perejil, la sordidez y un sinfín de riesgos.
Habrá quienes quieran tomar una venda celeste y ponérsela en los ojos para evadir la realidad, pero después del debate al que asistimos esos días, una enorme porción de la sociedad comprendió que la legalización del aborto era – y sigue siendo- el único camino para que todas podamos tener las mismas oportunidades de elegir sobre nuestro cuerpo, nuestro deseo y nuestro destino. La conciencia de esa verdad es un triunfo –insuficiente, momentáneo- pero un triunfo al fin. Es el saldo positivo que nos llevamos de aquel tiempo y es, también, el piso sobre el que vamos a poder discutir de aquí en más en el Congreso y en la calle.
Como prueba de toda sororidad y deseo de permanecer juntas, en tribu, fuimos nueve o diez las que esa madrugada dormimos en un departamento habíamos pensando para cinco: amigas y conocidas llegaron en busca de un lugar caliente y esa comunión compartiendo camas, frazadas y colchones en el piso selló la unión que se venía gestando en las semanas de lucha que precedieron a esa noche.
Nos levantamos al día siguiente, ya sin lluvia, con una mezcla de cansancio y decepción, pero una convicción renovada e irrenunciable: la lucha debía prevalecer y permanecer, incluso más que antes.
Con la memoria como bandera de esta y todas nuestras batallas, no olvidamos ni olvidaremos a los 38 senadores y senadoras que votaron a favor de la clandestinidad. Como Arya Stark, llevamos sus nombres en nuestra lista para recordar de qué lado de la historia eligieron estar.
La mañana del 9 de agosto, mientras volvíamos en colectivo a casa, me cayeron algunas fichas y escribí: “A los pañuelos verdes, a mis amigas, a las pibas, a las que estuvieron antes y nos marcaron el camino, a cada mujer lúcida que nos da fuerza y nos guía, a todas y cada una; a las que conozco y a las que no conozco, pero siento igualmente hermanas: amor, respeto y admiración por este tiempo histórico compartido codo a codo”.
Dos años después, la urgencia y las ganas son las mismas que las que vivimos en ese vagón de tren, cuando íbamos camino a las puertas de la historia. Seguimos siendo red y tribu, seguimos respirando lucha y seguimos convencidas de que pronto naceremos a un mundo sin crucifijos, ni culpas, ni dinosaurios.
No fue ayer, pero será mañana. Más temprano que tarde nadie más se arrogará el derecho de decirnos cómo vivir y el aborto Será Ley.
La marea se retira, pero al final siempre vuelve a subir (y seremos miles nadando con ella).