Los dinosaurios se resisten a desaparecer
No es novedoso afirmar que la fortuna de la familia presidencial fue forjada al calor de la última dictadura con fabulosos contratos de obra pública. Ni que la actual política económica es un calco de la aplicada por José Alfredo Martínez de Hoz. Y menos aún que varios funcionarios y asesores del gobierno del PRO también lo fueron en el régimen que usurpó el poder entre 1976 y 1983. De ahí proviene –junto con profundas convicciones ideológicas– el atávico reparo del oficialismo por la revisión política y judicial de ese período; especialmente en lo que hace al componente civil del terrorismo de Estado.
En tal tironeo con la Historia acaban de pasar dos hechos contrapuestos: las condenas a perpetuidad en Mendoza para cuatro ex jueces federales –los doctores Rolando Evaristo Carrizo, Guillermo Max Petra Recabarren, Otilio Romano y Luis Miret– por sus roles activos en delitos de lesa humanidad y el fallo de la Suprema Corte que habilita –por voto unánime– una jubilación de privilegio para Jaime Lamont Smart, nada menos que el primer funcionario no militar de la dictadura en terminar tras las rejas, donde todavía permanece.
Su espeluznate trayectoria es un caso testigo en la materia.
UN HOMBRE LLAMADO JIMMY
En la tarde del l5 de septiembre de 2007 al entonces fiscal de Casación Juan Martín Romero Victorica se lo notó muy ofuscado. “¡No puedo creer que a Jimmy le imputen estos hechos!”, fueron sus exactas palabras. “Jimmy” no era otro que Smart, quien fuera ministro de Gobierno provincial en la gestión del general Ibérico Saint-Jean. Y “estos hechos” son 60 secuestros relacionadas con el Circuito Camps, tal como fueron bautizados los centros clandestinos de La Bonaerense durante los años de plomo. Ahora él era uno de los acusados por aquellos crímenes. Bien vale reconstruir los hechos y circunstancias que propiciaron su caída en desgracia.
El ex jefe de La Bonaerense, general Ramón Camps, solía alternar sus tareas estrictamente represivas con la escritura de sus andanzas. Prueba de ello es su libro Caso Timerman, punto final (editorial Roca/1982). Allí agradecía a Saint-Jean, a Smart y a otros seis funcionarios por “la asistencia brindada en la investigación y los interrogatorios tendientes a establecer el trasfondo del diario La Opinión”. Casi tres décadas después esa frase sería nada menos que el punto de partida del procesamiento de Smart, quien había sido detenido el 6 de mayo de 2008.
A finales de 1976, durante un acto en la jefatura de La Bonaerense, un tipejo esmirriado con traje oscuro arengaba a la tropa. Cada tanto su mirada buscaba la aprobación del gobernador mientras sacudía la mandíbula al ritmo de sus palabras:
–La subversión, señores, es ideológica. Sus infiltrados están agazapados en el ámbito de la cultura. Porque todo esto fue a causa de personas, llámense políticos, sacerdotes, profesores y periodistas.
Desde el palco, Camps lo escuchaba con deleite.
El orador era Smart, un abogado de familia patricia que alguna vez supo ser secretario en un juzgado de Primera Instancia. Hasta mediados de 1968, cuando un decreto del general Juan Carlos Onganía lo ascendió a fiscal.
Después, ya como magistrado, integró la temible Cámara Federal en lo Penal –también conocida como el “Camarón”–, un tribunal de excepción que se ocupaba de juzgar a opositores políticos y militantes revolucionarios. Y tras regresar a la actividad privada durante la breve etapa democrática iniciada en 1973 fue nuevamente convocado a la función pública a partir del más fatídico 24 de marzo que recuerden los argentinos.
Smart finalizó su discurso con las siguientes palabras:
–Hay mucho aún que averiguar en el país.
El caso Timerman, Papel Prensa y más
Pocos entonces comprendieron que semejante declaración de guerra tenía un destinatario excluyente: Jacobo Timerman.
Lo cierto es que desde las páginas de La Opinión él no había escatimado ocasión para fustigar a Saint-Jean, un sujeto que estaba a la derecha de Atila. Pero en realidad sus hombres– con la venia del poderoso general Guillermo Suárez Mason– soñaban con apropiarse del patrimonio de David Graiver, el principal accionista del diario, quien acababa de morir en un accidente aéreo. Ya se sabe que aquella trama era el preludio del despojo de Papel Prensa. En eso estaba Camps con el comisario Miguel Etchecolatz. Y también Smart.
De modo que Timerman fue secuestrado en su domicilio por una patota de La Bonaerense el 15 de abril de 1977. Idéntica suerte corrieron otras 20 personas vinculadas a Graiver. El director de La Opinión fue llevado primero a Campo de Mayo antes de pasar por otros centros clandestinos de detención. En todos esos sitios fue torturado con particular saña debido a su condición de judío mientras sus captores –encabezados por Camps– le inquirían sobre temas tan variados como la relación entre el diario y la guerrilla, el sionismo, la teoría marxista y, desde luego, el dinero de Graiver.
Claro que Smart no fue ajeno a esa batería de preguntas. De hecho, solía visitar con frecuencia las mazmorras secretas de La Bonaerense por donde pasaron miles de secuestrados. Mariano Montemayor, un periodista amigo del almirante Emilio Eduardo Massera, fue testigo de ello en oportunidad de ser arrestado por los hombres de Camps debido a un lamentable malentendido que éste remedió con una ronda de whisky. La escena transcurría en una oficina de Puesto Vasco, un centro clandestino controlado por él. En tales circunstancias, refiriéndose a las personas allí alojadas, dijo:
–Quiero que vea con sus propios ojos la peligrosidad de esta gente.
A continuación, con el fervor de un coleccionista, hizo desfilar ante ellos a los secuestrados por el caso Graiver; entre otros, el padre del financista, Isidoro, y su viuda, Lidia Papaleo.
Montemayor no salía de su asombro. Smart estaba allí. Y se movía con la misma familiaridad que Camps.
También tuvo que ver con otros hechos no menos escabrosos.
El 6 de marzo de 1978 fue secuestrado en su estudio de San Martín el abogado Rodolfo Gutiérrez. Lo sorprendente fue que éste no era un militante de izquierda sino un prestigioso profesional que acostumbraba jugar al polo con el general Albano Harguindeguy. A los pocos días alguien que no quiso identificarse le entregó a su esposa una carta escrita por él en su cautiverio; la misiva decía: “Yo sé que Smart me odia. Ignoro por qué. Y sé también que yo, libre, soy para él un problema. Por eso temo que me mande a matar. Estamos sólo vos, las nenas y yo ante Smart y su ejército de policías”. Gutiérrez integra desde entonces la nómina de personas desaparecidas.
EL PRESO SMART
El 13 de septiembre de 2007, Smart se presentó a declarar en el juicio contra el sacerdote Cristian von Wernich. Poco quedaba de aquel hombre vehemente y furibundo; ahora sólo era un anciano de aspecto quebradizo que tartamudeaba su nombre ante un micrófono. No dijo más. En ese instante le informaron que sobre él pesaba una denuncia por su papel en el secuestro de Timerman. Cuatro años después comenzó a ser juzgado por sus crímenes.
El 19 de diciembre de 2012 Smart fue condenado a prisión perpetua por graves delitos en seis centros clandestinos, junto con Etchecolatz, el ex subjefe de La Bonaerense, Rodolfo Aníbal Campos y otros 12 represores. Por su parte, Saint-Jean había muerto en medio del proceso.
Desde entonces el ex ministro languidece en el penal de Ezeiza.
Pero los últimos días fueron muy intensos para Smart. El 18 de julio la Cámara Federal de Casación le otorgó el beneficio de la prisión domiciliaria.
Ya estaba haciendo las valijas cuando, súbitamente, tuvo que vaciarlas por un nuevo contratiempo judicial: el juez federal Ernesto Kreplak le había dictado la prisión preventiva por otros delitos contra 119 víctimas en un “chupadero” policial de La Plata.
El diario La Nación –uno de los medios favorecidos por el despojo de Papel Prensa– reflejó el asunto con una emotiva editorial publicada el 25 de julio. Su título: “Jaime Smart, víctima de la justicia militante”.
Y ahora, en medio de tan ingratos avatares, recibió la feliz noticia de su jubilación de privilegio.
Dios aprieta pero no ahorca.
EL REGRESO
Días pasados el comediante y ex diputado Luis Brandoni exageró indignación en el programa Intratables al soltar:
–A mí con el verso de que fue un golpe cívico-militar, no, ¡eh!
-Una panelista del show había tenido la osadía de efectuar una opinión al respecto. Y él, tras repetir su frase, se embarcó en un extenso monólogo para vincular aquella “errónea” calificación de la dictadura con “la grieta que en la actualidad hay entre los argentinos”. A pesar de sus dotes actorales, sus dichos parecían guionados. En parte por su notable similitud con la argumentación en tal sentido de otras figuras que suelen frecuentar los estudios de TV por cuenta de la alianza Cambiemos.
Claro que la “teoría de los dos demonios” está en los genes filosóficos del macrismo. Eso explica por sí sólo el negacionismo gubernamental sobre el número de víctimas, la escandalosa ley del 2×1, la indiferencia del Ministerio de Justicia por los juicios, el festival de arrestos domiciliario a represores y la desfinanciación de actividades y programas de Derechos Humanos impulsados por la gestión anterior. Pero al corpusdoctrinario oficialista se le suma el colosal empeño por instalar el carácter únicamente castrense del genocidio. Y por una obviedad: salvar a ciertos personajes que revisten en sus propias filas.
Entre ellos resalta el economista Félix Peña, actual asesor del Ministerio de la Producción, y quien durante el gobierno del general Leopoldo Fortunato Galtieri fue un altísimo funcionario de la Cancillería. Este sujeto es además el padre del jefe de Gabinete, Marcos Peña Braun.
No le va a la zaga el intendente de Mar del Plata, Carlos Arroyo, quien en 1979 fue designado por el régimen militar como interventor del Sindicato de Taxistas. Y que a fines de los ochenta se convirtió en operador civil de los carapintadas por su afinidad con el coronel Mohamed Alí Seineldín, además de integrar siempre las listas electorales del ex comisario Luis Patti.
Otro dinosaurio del “Proceso” es Federico Young, un ex juez del fuero civil ratificado en dos ocasiones por el poder de facto. Ya durante la primera década del siglo adquirió cierto renombre por secundar a Cecilia Pando en sus reclamos por los represores presos. Y fue el hombre elegido por el entonces intendente Macri para presidir la Agencia de Control Comunal (ACC). Ahora es asesor del bloque de Cambiemos en la Legislatura.
También es de la partida el diputado nacional de la alianza oficialista, Héctor Roquel, alias “Pirincho”. Se trata del interventor durante la dictadura del municipio de Piedra Buena, en Santa Cruz, antes de ocupar la intendencia de Río Gallegos.
Pero si hay un currículum frondoso es el del contador santafecino Juan Carlos Mercier, quien prestó servicios en todos los regímenes de facto entre 1966 y 1983. Tanto es así que durante la presidencia de Onganía fue titular de la Dirección Provincial de Vialidad y representante ante el Consejo Federal de Impuestos, mientras que bajo la última dictadura fue jefe de la Dirección de Rentas, presidente del Banco de Santa Fe y ministro de Economía provincial. Ahora es un destacado dirigente local del PRO. Y supo comandar los equipos técnicos de la campaña electoral del cómico Miguel Del Sel. Éste, al referirse al pasado de su asesor, dijo: “Y bue… todos los que tienen una determinada edad y trabajaron en su vida, también trabajaron en la época de la dictadura.
Tal como Nuestras Voces reveló en su edición del 30 de junio de 2016, el ex ministro José Alfredo Martínez de Hoz fue lobbista de la familia Macri en un proyecto inmobiliario con Donald Trump que al final quedó inconcluso. Es de suponer que si “Joe” aún viviera –y si su edad no fuese un obstáculo– tal vez sería parte del elenco gobernante. Por lo pronto, su primogénito –también llamado José Alfredo– es actualmente el vicepresidente del Instituto Nacional de Propiedad Industrial (INPI). Y ejerce tal función sin desatender sus tareas en el autodenominado Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, un distinguido antro de ex funcionarios y apologistas de la dictadura que provee al gobierno de cuadros jurídicos.
Uno de los más notorios es el doctor Alejandro Fargosi, un discípulo y colaborador del secretario de Programación Económica en la gestión de Joe, Guillermo Klein. Y no lo defraudó: en tiempos recientes fue representante del PRO ante el Concejo de la Magistratura, estuvo postulado por el gobierno para la Suprema Corte y litigó contra el país en nombre de un fondo buitre ante el CIADI (la institución de arbitrajes del Banco Mundial) por la recuperación de Aerolíneas Argentinas. Claro que además es asesor del propio Macri.
La pata civil de la dictadura ha vuelto a caminar.
*Ricardo Ragendorfer es periodista especializado en policiales. La nota original fue publicada en la web Nuestras Voces.